En el centro del jardín

Antón Castro

En el centro del jardín

SOLAPA

En el centro del jardín nos coloca Antón Castro a sus lectores un atardecer cualquiera, nos prepara un cómodo aposento al lado de fragantes jazmines y rosas de turbador aroma, y comenzamos entonces la lectura apasionante de sus versos, esos versos en los que crea lugares mágicos (Alfamor, la playa de Isheya) y personajes legendarios (el carpintero Pedro Ostáriz, Erminda, el caballo Romero), de modo que todos sabemos que nos encontramos delante del Antón Castro más genuino e inconfundible, del Antón Castro de voz personal y estilo propio e inimitable, que además escribe de paisajes (Valderrobres, Formentor, Panticosa, Acumuer) y de muchos personajes a los que quiere honrar (Manuel Vilas, Carmen Martín Gaite, Maurice Ravel, Fernando Aramburu, Almudena Grandes, Rosa Montero, Ángel Guinda, José Luis Rodríguez, Jane Birkin, Emilio Lacambra, Rogelio Allepuz), a la vez que manda cartas emocionadas a Miguel Labordeta y Eloy Fernández Clemente. 

En el centro del jardín es también un libro de amor, pues en él es la amante quien con sólo «subir los peldaños» del faro hace que éste se encienda, y porque cualquier dolor puede mitigarse con amor, «con el afán invencible de querer»; y un manual de contemplación de la belleza, en el que el río es «el espejo nítido que… nos lleva a sentirnos un Narciso de inefable hermosura, el ambiente de paz donde todos ensayábamos nuestros mejores cuentos y los sueños de los amores imposibles». Y es además un viaje hacia la infancia y los recuerdos, hacia lo mejor de nosotros mismos. En el centro del jardín está esperándonos Antón Castro con uno de sus más grandes poemarios. 


José Luis Melero



NOTAS Y AGRADECIMIENTOS 

Creo que el primer poema de este libro, o al menos el más antiguo, es «Carmen, Carmiña, Carmela», un retrato afectuoso de Carmen Martín Gaite, y que he recuperado tras ver cuánto le gustan la escritora y su mundo a mi hija Aloma Rodríguez. 

Jamás he olvidado aquella cita en el Gran Hotel a finales de los noventa, así como algunas cartas suyas escritas en tintas de colores. En el centro del jardín quería ser un poemario dedicado al paisaje, al ritmo de la naturaleza, al amor y a la celebración de la imaginación: allí donde no llegan ni la realidad ni el deseo llegan los sueños o las fabulaciones del poeta. Como suele ocurrir en mis libros, más allá de la experiencia individual, que busca una comunión con los lectores y por lo tanto una voz coral, siempre hay un puñado de homenajes y algunas claves personales. «Una mujer del Moncayo» es un tributo de amistad y admiración y gratitud a la editora y poeta Trinidad Ruiz Marcellán, «Los ritmos de la raíz» canta el modo de trabajar de la ceramista Ana Felipe Royo, y «Carta de Berlingtonia» es un juego literario para Miguel Labordeta, que amó a dos mujeres jóvenes llamadas Pilar. Los tres poemas figuran en el epígrafe «Mareas de mujer». Entre los «Escenarios» está «Noche de amor y música», que es una evocación entre amorosa, etílica, noctámbula y tal vez un poco existencialista de las «Conversas de Formentor» dedicada a su promotor Basilio Baltasar y su esposa Isabel, y a otros dos amigos entrañables: Sergio Vila-Sanjuán y Mey Zamora. «Panticosa» es para la pianista Carmen Esteban y Francisco Antonio García, que me invitaron a pasar allí dos veranos fantásticos, y «Maurice Ravel en Panticosa» es un guiño a una leyenda un poco desmesurada y un regalo para Itziar Miranda (que la contaba como si la hubiera vivido el día anterior) y su Cary Grant turolense, Nacho Rubio. «La playa de Isheya» está dedicado a Beatriz Martínez Carbajo y a su hija Isheya; fue escrito poco antes de que la niña naciese. En «Visiones de la Arcadia», quizá la parte más autobiográ- fica del volumen, «El carro de heno» es un encuentro real con mi niñez y con un cuadro del pintor Francisco Marín Bagüés; «El contador de historias» es el intento de devolver a la «Scherezade moderna» Irene Vallejo y a Kike Mora y a su hijo Pedro los mil y un detalles que tienen con algunos amigos, yo entre ellos y reiteradamente; «El jardinero» es una historia inspirada en un hombre entrañable que nos descubrió un pequeño paraíso en casa, José Manuel Escolano Bueno, y es un texto para su mujer Concha Soria. Y «Acumuer» es el canto y el llanto por el ilustrador, cuentacuentos y editor Javier Hernández, con quien tanto quería, hicimos juntos cuatro libros y todos los que se han quedado en el tintero; para él y para Raquel Sobrino y para Noa, su hija, es esa suplantación por puro afecto. En «Secretos de familia» se habla de la memoria, del alzhéimer, de las vidas cruzadas entre padres e hijos. «Dos fechas para recordar» es un homenaje, otro más, a mis suegros Isabel Brumós y Leoncio Gascón. En «Día del padre» se unen mi padre Benito, mi hijo mayor Daniel y uno de mis nietos, Max, y esos regates del destino. Y «Adiós» es una cita posible e imposible del cineasta Javier Calvo con su progenitor, que hubiera querido vivir mucho más y ser músico. «Vidas interrumpidas» es una sección de amigos y maestros que nos han marcado la vida a mucha gente, y a mí entre ellos, y que se han ido en los últimos meses. Eloy Fernández Clemente, un sabio que nunca dejó de promover la amistad y la cultura y que nos abrazaba a todos casi con el inmenso afecto con que abrazaba a su mujer Marisa; Pedro Rebollo, el actor que dejó huella en los bosques más sombríos; el escritor José Luis Rodríguez García, un leonés transterrado gozosamente en Aragón que encontró playa y solanar en Mar Alastrué; el restaurador Emilio Lacambra, de Casa Emilio, que nos cobijó en su comedor y al abrigo apacible de sus historias y de Pilar; el guitarrista y cantante Iñaki Fernández, que tenía alma de beatle y de músico ambulante, con corazón de filósofo y de enamorado irremisible de María Paz Aranda. En la última sección se recupera el espíritu lírico y narrativo del conjunto, la visión del paisaje y el termómetro de las ilusiones y el entusiasmo de existir, y se incorporan tres homenajes a artistas: el fotógrafo Rogelio Allepuz, con quien trabajé durante trece años y ahora es una de las estrellas tranquilas de Facebook e Instagram; el pintor José Manuel Broto, con quien he conversado mucho y he vivido los incendios de color, y Miguel Delibes, que sintió como pocos la vida al aire libre. Quizá no fuese necesario este largo epílogo. Mil disculpas. Pero sí quiero dar a las gracias a mucha gente que ha estado ahí, de nuevo, leyendo los textos, mándame sugerencias, correcciones, apuntes o ánimos. Ha sido en cierto modo el poemario más laborioso y más dilatado de mi trayectoria. Mil gracias a José Luis Melero (tan generoso en su solapa, tan atento y cómplice siempre), Fernando Sanmartín, Pedro Bosqued, Cristina Grande, Jorge Sanz Barajas, Eduardo Viñuales, Concha Soria, Pablo Ferrer, Miguel Mena, Josema Carrasco, David Francisco y Reyes Guillén, Manuel Micheto, Pilar Palomero, Javier Calvo Torrecilla, Javier Estella, Itziar Miranda y Nacho Rubio, los hermanos Juan Fernando y José Enrique Moreno Gistaín, Mariano Gistaín y Pilar Clau, Luis Alegre, Irene Vallejo y Kike Mora, Luis Rabanaque, Lola Durán, José Manuel y Rosa Broto, Esteban Villarrocha, Toni Buil y su compañera Mila, Javier Rueda, Alejandro Espiago Orús, José Miguel Marco, Pedro Zapater, Víctor Orcástegui, José María Cuchi Gómez, Pedro Rújula, Eduardo Laborda e Iris Lázaro, David Mayor, Luis Beltrán, José Antonio Aguilar, Juan Manuel Aragüés, Fernando Morlanes, Paco Cuenca y María Lara Belsué, Juan Barbacil, Mar Alastrué, Marisa Santiago, María Paz Aranda, y algunos más, entre ellos mis cinco hijos, de menor a mayor, Sara, Jorge, Diego, Aloma y Daniel. Y a su madre, Carmen Gascón. Y por supuesto a la citada Trinidad Ruiz Marcellán, es generosa y paciente con mis libros. Por los poemas, como habrá descubierto el lector, andan algunos versos ajenos y poetas tan amados como Juan Ramón Jiménez, García Lorca, Eloy Sánchez Rosillo, José Hierro, Alfonsina Storni y Rosalía de Castro, Gerardo Diego, Vicente Aleixandre, Ángel Guinda, Lois Amado Carballo. Y muchos, bastantes más. Y especialmente, claro, quiero mostrar mi gratitud a Jorge Gay por permitirme incluir de pórtico su poema «Pintor de paisajes» de su libro Los fugaces párpados, que es uno de mis poemarios de arte y memoria (PUZ) más queridos. Mil gracias también al fotógrafo Manuel Micheto por su foto. Estoy profundamente agradecido y conmovido por las lecturas, sugerencias y correcciones al original que ha hecho Pilimar Aguilar, pura pasión por la lengua, la poesía y su amor Lorenzo Mediano. 

Garrapinillos, 2 de junio de 2024 

NOTA BIOBLIOGRÁFICA 

Foto: Manuel Micheto

Antón Castro (Santa Mariña de Lañas-Arteixo, A Coruña, 1959) reside en Zaragoza desde el otoño de 1978; entonces tuvo su primera experiencia laboral en la vendimia en Cariñena y Alfamén. Ha publicado más de cuarenta libros de narrativa y poesía, de periodismo, biografías y ensayos. En Destino publicó cuatro libros de narrativa; en 2011 reeditaba El testamento de amor de Patricio Julve (Xordica), de cuentos. En 2013 firmó El dibujante de relatos (Pregunta), con dibujos de Juan Tudela. Es autor de seis poemarios: Vivir del aire (Olifante, 2010), El paseo en bicicleta (Olifante, 2011. Josema Carrasco lo convirtió en un cómic en 2024), Seducción (Olifante, 2014), El musgo del bosque (Prensas Universitarias de Zaragoza, 2016) Vino del mar (Olifante, y El cazador de ángeles (Olifante, 2021). Ha publicado libros de literatura infantil y juvenil, como El niño, el viento y el miedo (Nalvay, 2013), La leyenda de la ciudad sumergida (Nalvay, 2014) y El tango de Doroteo (Libros de Ida y vuelta, 2017), ilustrados por Javier Hernández. En 2012 apareció su novela de formación Cariñena (Ediciones 94), que ha sido reeditada por Pregunta en 2018. Y en 2017 reeditó una nueva edición, ampliada y ya definitiva, de su libro de relatos Golpes de mar (Ediciones del Viento, 2017), el libro de una vida. Publicó con el naturalista y fotógrafo Eduardo Viñuales el volumen Aragón. Excursiones a lugares mágicos (Sua, 2018). También es autor de varios libros de artista: Los sitios de la Zaragoza inadvertida , con fotografías de Andrés Ferrer, Amor. La loca de Montalbán (Prames, 2018), con Natalio Bayo, y Mujeres soñadas (Aladrada, 2018), con fotografías de Rafael Navarro. En 2020 publicó, con Ángel Guinda, El escritor de mi vida: Gustavo Adolfo Bécquer (Olifante). Coordina desde el año 2002 el suplemento ‘Artes & Letras’ de Heraldo de Aragón. En 2013 recibió el Premio Nacional de Periodismo Cultural, en 2020 el premio José Antonio Labordeta de Comunicación y en 2022 el premio Pilar Narvión por su trabajo en periodismo cultural. Justo cuando ponía fin a este poemario en verso y prosa, Javier Calvo Torrecilla empezó a montar una película inspirada en su novela Cariñena.


POEMAS

EL PASEO 

Habían quedado una mañana de domingo 

en una plaza abierta a todos los vientos 

en un día de intenso calor. 

Tardaron en encontrarse, la vida siempre 

tiende emboscadas que retrasan la cita, 

el sueño, ese paseo por un lugar frondoso 

que avanza entre la maleza y continuo al río. 

Ella sabía bien dónde iban. Y él, que solo anhelaba 

la sombra, el silencio y el romanticismo 

de los chopos cabeceros y de los sauces 

que le hicieron pensar en su adolescencia solitaria 

junto a otro río, no sabía en qué sitios iban a internarse. 

Algo imaginó o imaginaba: el Jalón, los manzanos, 

los melocotoneros de monte, las uvas 

que se ofrecen al caminante, claras como un verdor 

de astros, tintas como la oscuridad anhelante de los racimos. 

Y salieron a buscar la aventura y a buscarse. 

Al principio tomaron una calzada errónea, 

poblada de caminantes, de ciclistas 

y de un sinfín de paseadores de perros. 

Rectificaron de golpe, y pronto, muy pronto, 

salieron al camino de los frutales, 

a esa avenida silvestre que resulta casi inverosímil 

con su espejismo de selva. 

¿Es posible que aquí no haya nadie?, dijo ella. 

Había llovido la noche anterior 

pero el piso estaba firme. Las zarzamoras orillaban 

el sendero. A la derecha estaban el cauce 

y a la izquierda las fincas, sobre todo de manzanas 

y algunos campos de maíz que muestran 

entre sus surcos la barba rubia, casi negra, del tallo. 

Se internaban en cada recodo, en los abrigos, 

y fantaseaban con hallar un paraíso sin nombre 

más allá de la olorosa densidad de las higueras. 

Arriba, el cielo asomaba cruzado de milanos 

y de águilas. Y el agua del río bajaba sola, desnuda, 

sin peces, con un puro chapaleo de espejos. 

De repente, en un claro de ribera, había un trampantojo 

de playa. Bajaron. Miraron a derecha e izquierda: 

todo era de una belleza sublime, prístina, 

dibujada en el aire por una música callada 

y por el despacioso fluir de la fosca corriente 

que, apuñalada de oblicua luz, se volvía de oro. 

Se sentaron en un tronco y se olvidaron del mundo. 

Los dedos, allí, ladrones del deseo, 

se volvieron tan avariciosos de placer 

como la intranquila humedad de los besos. 


LA ATLETA 

A veces nos atrapan las pequeñas 

cosas de la vida con sus vaivenes. 

De pronto, mientras vas en tu bicicleta 

se cruza ante ti una joven atleta. 

Nada extraordinario, en apariencia, 

y sin embargo no le quitas ojo. 

Das la vuelta y, disimuladamente, 

vuelves sobre sus pasos en el césped: 

es un día de verano, hará mucho sol 

pronto pero por ahora aún refresca. 

Ya la has visto: con su pantalón negro 

y su camisa rosa, el paso seguro 

pero firme y elegante, no flaquea. 

Al cabo de un rato acabas por rebasarla, 

sí, es lo natural. Y te haces el distraído: 

realiza algunos ejercicios en el suelo, 

contemplas los patos en la acequia, 

y también la arboleda, llena de pájaros. 

Cruzas los puentes de madera 

y decides regresar a la calzada 

en dirección a casa. Bajo un olmo 

hace estiramientos y respira hondo. 

Cuando pasas a su lado, y giras 

la cabeza, y eres imprudente o invasivo 

su respuesta es la misma: indiferencia. 

Ni te saluda ni registra la huella. 

Ya puestos, te habría encantado 

haberle dicho que tiempo atrás, 

cuando tenías su juventud, 

quisiste ser atleta y deslizarte 

a tus anchas sin ojos para nadie. 

Eso sí, en ningún momento alguien 

como ella te pasaba inadvertido.


ALFAMOR 

En Alfamor. Los dos, juntos, 

tantos meses sin vernos. 

Tantas noches escribiendo 

de madrugada acerca de un jardín 

y de las estrellas que titilan a lo lejos. 

Nos fuimos a los campos. 

Manzanos, perales, cerezos, 

y a su lado, como un hondo surco 

para el agua, los canales de riego, 

la densidad oscura de la fronda 

que avanza en un espejo. 

Fuimos a un parque antiguo, 

descosido de belleza. Casi abandonado 

y, pese a todo, poblado de recuerdos. 

Aquí venía antaño para oír a los pájaros, 

miraba la enramada, buscaba 

las mesas, hoy quebradas, y esperaba 

que entrase una luz definitiva. 

Algo así decías. No sé si antes 

o después de los besos. 

Tu cabello rubio en desorden, 

tus ojos de un cristal verde intemporal, 

y tu sonrisa deshaciéndose en la boca breve. 

No sé qué hicimos. Ni qué nos dijimos. 

Todas las palabras no dichas se agolpaban 

bajo la arboleda y los ciruelos japoneses, 

rojos, cárdenos, olvidados por los pájaros. 


2 

En Alfamor. Frente a frente. 

En un mesón que habitaba tu memoria. 

Más que decir nada, reíamos. 

De nada. De nosotros. De nuestra 

torpeza adolescente, con el dolor 

que te sitiaba el costado y la espalda, 

y encendía en ti un plantío de melancolía. 

Reías por todo. Te reías de mí. 

Y bebimos dos vinos, pajizos 

y frescos. ¡Qué alegría tan sencilla, 

qué voces apagadas que se volvían 

bebedizos, evocaciones, viajes! 

Algunos curiosos querían saber 

quiénes éramos, por qué estábamos allí, 

a qué habíamos ido, cómo puede 

amarse alguien en un bar vacío 

cuando están a punto de llegar 

los comensales, los hombres del tajo. 

Las manos, huidizas, se enhebraban. 

Allí. Los dos. Solos. Frente a frente. 

Con la música palpitante del silencio. 

Con los ojos clavándose en los ojos. 

Como siempre y como nunca. 

En Alfamor. Ese reino del que nadie 

sabe nada salvo tú, que lo llenas 

a tu antojo de primavera y añoranza. 

Y abres una puerta que lleva al bosque. 


CAMPAMENTO DE VERANO 

No hacía falta el fuego. 

No era imprescindible otra forma de calor. 

Cuando todos se durmieron, 

o eso parecía, en las tiendas 

o al raso, vueltos hacia el espectáculo 

incesante de las estrellas, ellos se acomodaron 

bajo los pinos, entre el musgo, 

algunos arbustos y la melodía del río. 

Comentaron la agitación de la jornada, 

tal o cual aventura, la escalada tranquila, 

el descenso por la rambla y los collados, 

los juegos más divertidos, 

tararearon algunas canciones pensando 

en los chiquillos, suavemente, 

con una risa cómplice, una tras 

otra, naderías que van y vienen 

como una ráfaga de aire que se agradece. 

Avanzaba la noche, llegaba la madrugada 

y una forma ideal, rotunda, de desvelo 

se adueñó del ánimo. Todas las palabras 

acudían a su boca, repasaban sus vidas, 

enhebraban cuentos, instantes del ayer, 

aulas, sueños, amores que se han ido. 

Estaban tan abstraídos, que ni se dieron 

cuenta de que muchos jóvenes 

los escuchaban con auténtico arrobo 

y que el alba se abría paso antes de hora 

solo para oírlos. Un diálogo junto 

al fuego puede cambiar el ritmo 

natural de los días y del mundo. 


EL BARCO 

Hay cosas insólitas que solo suceden en las novelas de Manuel 

Vilas. Amores desmesurados y un poco sangrientos, viajes por 

las ciudades del mar, diálogos con espectros del ayer, como el 

que puede vivirse en el cementerio de Sétte ante la tumba de 

Paul Valéry, bañada por el oro del sol. Hay cosas inesperadas 

que fecundan la imaginación de irrealidad. De repente, recibí 

un wasap de una mujer que se ha acostumbrado a abrazar las 

utopías. No estaba lejos, y me reservaba una sorpresa. Otra 

más. Me esperaba en un café donde la música no dejaba de 

sonar, más bien suave y preñada de imágenes. Apenas me dejó 

entrar; en cuanto me vio llegar, vino hacia mí y salimos. «¿No 

me vas a invitar ni a café ni a una cerveza?». «Calla, calla». 

Le encantaba decir eso: era como si me pidiese no pierdas el 

tiempo, no digas vaguedades, anda anda, andanda, otro vocablo 

que parecía hacerla feliz y empoderada a su modo. Salimos a la 

calle, atravesamos una avenida principal, ingresamos en callejas 

secundarias con moreras, y dos ermitas, y muchos comercios. 

Y niños jugando a todo, hasta a hacer cine con el móvil. 

No sé de qué hablamos ni qué me quería contar. 

No tardamos en llegar a una de las últimas casas donde ter

minaba el pueblo y empezaban las eras y los campos de perales 

y manzanos. Aún brillaba la plata del agua de las acequias como 

un puñal que se deslíe. Entramos en una especie de corral, que 

más bien era jardín donde había un barco. Sí, como lo digo: 

un barco, que en algún momento debió llamarse Navegar la 

Noche. Cualquier comentario de asombro que haga parecerá 

parco. Pobre de emoción y de deslumbramiento. Era realmente 

bonito y perfecto. Casi un anacronismo visual o una alucinación 

a la intemperie. Y bastante grande. «Pero ¿esto qué es?». Me 

empujó suavemente. Entramos, y era como una mansión reducida 

donde no faltaba ni un detalle. Una casa del mar que se 

había instalado en tierra firme. No faltaban ni los fanales ni las 

redes ni las brújulas; no faltaban las linternas ni las cartas de 

navegación ni el mapa del mundo. Ni por supuesto faltaban un 

amplio lecho ni una escotilla que se abría hacia cubierta. Ella 

dijo: «Esto es y no es un sueño. Es un regalo. Llámalo como 

quieras, pero si quieres podría ser la isla del paraíso. Cuando 

necesites la compañía de una sirena solo tienes que llamarme». 

Aunque suene retórico, dije: «Ahora».