Quebrada luz y El muro transparente

Manuel Rico

Quebrada luz y El muro transparente

SOLAPA

Para Manuel Rico, publicar en un solo volumen Quebrada luz (1997) y El muro transparente (1992) “tiene la lógica que corresponde a dos secuencias de un mismo impulso ético y estético, de una misma obsesión por hacer de la poesía tierra de reflexión en torno a sus capacidades para explicar las zonas no visibles o solo esbozadas de la realidad”. Sobre ellos escribieron en su día tres prestigiosos críticos: 

Quebrada luz es un poemario que consigue acompañar, acoger y hasta consolar al lector que así lo precise. Su autor, Manuel Rico, logra, poema tras poema, a lo largo de los treinta y tres que componen el libro, llevar a cabo una labor tanto de personalización como de generalización, de forma que resulta sencillo “entrar” en estos poemas y sentirse inmediatamente asistido por ellos, tenido en cuenta, comprendido, hospedado”. CARMEN PALLARÉS. Revista Reseña, 285. Madrid,1997. 

El muro transparente es, sin duda alguna, la expresión más depurada y madura de una tenaz labor poética desarrollada a lo largo de doce años y de las cicatrices compartidas por una o dos generaciones: la portuguesa revolución de los claveles, por ejemplo, o nuestra propia resistencia tan necesaria ahora como siempre, en “Chaqueta de pana”, o “Riesgos de sumisión”, dos poemas a destacar en un libro repleto de ellos”. FEDERICO ARBÓS. Diario El Mundo. Madrid, febrero 1993.

“Los libros de Manuel Rico suelen ser obras muy meditadas y de larga gestación, y, por ello, unitarias y de cuidada estructura. En este sentido destaca, sobre todo, El muro transparente, texto perfectamente trabado, con un extenso poema-prólogo, dividido en cinco partes, que da título, además, a toda la obra, más de cinco cuadernos numerados y un cuaderno final, titulado “Otra materia”, a modo de epílogo”. LUIS GARCÍA JAMBRINA. Revista Turia. Otoño 1992. 

Justificación (o casi) 

En los años noventa del pasado siglo, ya escribía poesía con un convencimiento: todo poema es una construcción de la lengua que tiene que revelarnos algo no siempre definible, transmitirnos un temblor misterioso, añadir emoción a nuestra vida. 

Pero también, pensaba, debía aportar sentido al acercarse a la realidad que nos rodea, casi siempre insatisfactoria. La mirada del poeta hacia el mundo habría de estar dotada de un sustrato de conciencia crítica. Esa mezcla ha presidido, desde entonces (casi desde mi primer libro, en el remoto 1980) todo cuanto he escrito. Palabra reveladora y conciencia crítica. Esa difícil dialéctica recorre los dos libros que componen el presente volumen. Ordenados en orden inverso a la fecha en que aparecieron, es decir, el volumen se abre con el teóricamente más maduro, 

Quebrada luz, publicado en 1997, y concluye con el que, de algún modo, abrió la puerta a la reflexión sobre el propio poema y sus vínculos con el mundo y con la memoria, El muro transparente, que apareció en 1992. Creo que son dos libros decisivos en mi trayectoria como poeta que, sin embargo, quedaron opacados en aquellos años. La razón básica fue su coincidencia con la publicación, en esa década, de dos novelas, El lento adiós de los tranvías (1992) y Una mirada oblicua (1995), que tuvieron una importante proyección pública y contribuyeron a reducir la atención de crítica y lectores hacia ambos poemarios. Si hubo otras razones, no tengo conciencia de ello. 

Publicar ambos libros en un solo volumen tiene la lógica que corresponde a dos secuencias de un mismo impulso ético y estético, de una misma obsesión por hacer de la poesía tierra de reflexión en torno a sus capacidades para explicar las zonas no visibles o solo esbozadas de la realidad. Dos libros en los que los interrogantes existenciales, el significado de la luz o de la transparencia en sus capacidades para iluminar el mundo y rastrear la memoria y la cotidianidad se pusieron en juego. Creo que el lector de hoy encontrará en sus poemas preguntas y apuntes de respuestas que, tres décadas después de la primera edición de ambos libros, tienen plena actualidad. He revisado lo imprescindible, he corregido algunos términos y limado algún exceso verbal. Nada más. 

Agradezco a Trinidad Ruiz Marcellán su hospitalidad en Olifante, y no dejo de expresar mi gratitud en la distancia a dos poetas: Antonio Martínez Sarrión, fallecido hace algo más de dos años, que presentó y avaló El muro transparente en Madrid un día de primavera de 1992, año olímpico y barcelonés, y a Julia Uceda recordando la tarde otoñal en que Quebrada luz, premiado con el Esquío de 1996, fue presentado en la ciudad de Lugo tras darlo a conocer en un Madrid no menos otoñal. En la calle, diluviaba: un diluvio imborrable. 

Un honor que este doble libro, que dedico a la memoria de Jesús Bárez, inicie su andadura en un comienzo de agosto de 2024, en la ciudad de Soria, corazón de la Red de Ciudades Machadianas y de Expoesía, dos iniciativas culturales que, con entusiasmo, promovió y amó. 

Manuel Rico

NOTA BIOBIBLIOGRÁFICA 


Foto: Pablo Moreno

Manuel Rico (Madrid, 1952) es licenciado en Periodismo. Es poeta, narrador y crítico literario. Ejerce la crítica de poesía en el suplemento Babelia, del diario El País. Es autor, entre otros, de los libros de poemas La densidad de los espejos (1997 y 2017, Premio Juan Ramón Jiménez), Donde nunca hubo ángeles (2003), Fugitiva ciudad (2012, Premio Internacional Miguel Hernández), Los días extraños (2015) y Cuaderno de historia (2021). La mujer muerta (2000 y 2011), Verano (2008) y Un extraño viajero (2015) son algunas de sus novelas. Ha publicado los libros de viajes Por la sierra del agua (2006) y Letras viajeras (2015), la antología poética Tiempo salvado del tiempo (2020), las evocaciones El raro vicio de escribir la vida (2021), sus Diarios completos (2022) y el libro de ensayos La ficción y la vida (2024). Preside la Asociación Colegial de Escritores de España desde 2015.


POEMAS

Un hombre avanza contra el cielo. Observa 

la luz que tiñe el horizonte. Tiene 

su moribunda claridad el tono 

cárdeno o gris de todos los inviernos. 

En esa luz de muerte un niño tiembla. 

Y un joven conocido se dibuja 

más acá de las nubes, mancha el aire. 

Tiene miedo a las sombras. 

Huele a musgo y a niebla y a hojarasca. 

Él bien sabe que en la ciega trastienda 

de la luz, en la noche que amenaza, 

encontrará un refugio para el sueño. 

Y soñará la luz que ha claudicado. 

Y en la turbia conciencia de las sombras 

verá crecer cuanto veló el olvido 

regresando a la casa de otros días. 

Volverán los sabores que hace tiempo 

buscaron el amparo de la nada 

y pasillos antiguos, mal tapiados, 

recibirán de nuevo al visitante. 

Será luz la palabra, solo ella 

salvará la memoria. Y ese incendio 

dará luz a las cosas que no existen: 

un mundo sorprendido por la llama. 


Donde asoma la tarde: en la ventana. 

O en el vaso de whisky, en ese engaño 

que te aguarda en la mesa o te vigila. 

En la piel que es temblor cuando los dedos 

tocan las signos de la edad, tantean 

territorios ocultos. En la ropa 

tendida al sol que alguna vez fue tuya. 

En la arena de agosto. En una playa 

descubierta en Pavese aquel verano 

de fiebres y lecturas. En la calle 

del barrio que ya no nos espera. 

En la lengua cortada en aquel tiempo 

de la niebla. En la hora más triste, herida 

de domingos. En los ojos del padre, 

sembrados de hospitales y de muerte. 

Siempre acecha esa luz que no prescribe


Quebrada luz Nunca fue intacta, pura. 

Fue un claroscuro, una ciudad mellada, 

una botella a medias, unos ojos abiertos 

contemplando la muerte, 

un recodo del parque, sus bancos sometidos 

por viejos y memoria. 

Llama iluminadora 

de la sangre o la nieve, lupa 

que te deforma, 

luz que se prostituye, incierta luz 

quebrada por la vida. 


La luz tiene la noche 

en su reverso. El diamante, 

la densidad del luto o la antracita. 

Y en tus ojos, 

bañados todavía por luz adolescente, 

la claridad de todos los otoños, el desierto 

de los días difíciles 

juega a la oscuridad, te enseña 

esos dientes de niebla 

de un animal que bien conoces: 

el viejo mensajero 

de la desolación o la derrota. 


Lo que es exactitud. Lo que perdura 

entre el fárrago eterno de las horas, 

lo que queda, en su brillo, en la mirada 

en declive del hombre. 

Su sonido 

ya nunca intercambiable, 

grabado en la palabra 

con dolor construida, tal vez única 

en su significado. 

La mañana 

o la tierra. Los ecos 

de lo que no retorna, los ojos de otros ojos, 

evocados con el temblor 

de quien inventa 

la nueva realidad, lo que es tangible 

ya solo en el papel por tinta herido, 

al fin otra materia, trascendida 

de la efímera hazaña del objeto 

que observas a la luz de la mañana 

con mirada común. 

El viejo robo 

de oficiantes sin nombre permanece 

con intacto sentido, con idéntico azogue, 

desde tiempos remotos. El mismo 

esfuerzo siempre, el mismo empeño 

que constituye el acto que eterniza 

el segundo que muere entre tus dedos.


II 

Y la memoria. El vino 

donde la vida encuentra 

pruebas de lo que muere, 

briznas de la distancia 

que hace de nuestros actos 

oficio en despedida, zanja 

donde la noche se hace omnipresencia. 

Así también sorprende la palabra 

la luz que recupera 

de lo no perdurable, de lo ajado, 

el súbito destello, la conjura 

que atenúa el desastre 

que el tiempo nos concede 

trocando en vida intensa fotogramas 

de todo lo que huye. 

De nada sirven los relojes 

cuando la vida encuentra 

la contención del arte, 

cuando las letras alzan 

la dimensión de lo que anduvo 

condicionando el gesto en otros años. 

Juega con la memoria. 

Tal vez inmortalice su oleaje. 


III 

El reverso del aire. El fulgor sometido 

al vaivén que lo enmarca 

o aclara. No es el verso 

o el arte oficio oculto. Vive y nace y mantiene 

su poder y su aroma 

si sorprende la llama 

en su fugacidad y la eterniza. 

Quién podría, decidme, 

arrancar de la vida y de su estela, 

del caz contradictorio de unos hombres concretos 

en un aire concreto 

el acierto o la queja? 

El poema tan solo. 

Esa luz donde el arte 

de la luz se apodera. 


IV 

Escrita, nocturnidades al margen, 

en los algo prosaicos –y medibles– 

impulsos materiales. 

Así desde el principio 

de los siglos –si es que hubo 

principio vez alguna–, 

la pasión que transforma 

lo visible tal vez en advertencia, 

en percepción o música, en baranda 

de contemplar el mundo en su reverso. 

Por ello es el poema 

la secreta ventana 

que hará nuevo, inmortal, no destructible, 

lo que solo sería en otro caso 

mortal alarde o gesto condenado. 


Hay visiones que tienen 

huecos inaccesibles, 

esperas y recodos 

ocultos, pliegues intuidos 

de paso, rayas, sombras, 

maleficios, ecos 

de otras horas. 

Es oficio del lápiz y su asedio 

sorprender sus hogueras clandestinas, 

su ansiedad o su noche amenazada. 

Venga del hombre o venga 

del vacío o la piedra la amenaza. 


VI 

Lo que huye. Lo que ya no prescribe 

a pesar de la huida. Lo atrapado. 

La mesa o el jarrón, el labio o el diente, 

la cabeza de ajo, 

los ojos del terror y la amorosa 

entrega de otros ojos. La ceja 

enarcada de pronto, sorprendido gesto que remata 

la duda indefinida. 

La mano que te toca. También la que te palpa 

las ropas interiores. La lluvia. 

Los abrigos sombríos de la duda y del miedo. 

Ese tren que atraviesa 

la noche indiferente, tantas noches 

también indiferentes. 

El poema. 

El arte