Notas para recordar a mi maestro Caeiro
Conocí a mi maestro Caeiro en circunstancias excepcionales, como lo son todas las circunstancias de la vida, y sobre todo aquellas que, no siendo nada en sí mismas, llegan a serlo todo por sus resultados. Abandoné mi curso de ingeniería naval en Escocia cuando había completado casi las tres cuartas partes; partí a Oriente; al regreso, desembarqué en Marsella y, como me producía un gran tedio seguir, vine por tierra hasta Lisboa. Un primo mío me llevó un día de paseo al Ribatejo; conocía y tenía negocios con un primo de Caeiro; en casa de ese primo me encontré con el que se convertiría en mi maestro. No hay nada más que contar, porque esto es pequeño, como toda fecundación. Puedo verlo aún, con claridad del alma que las lágrimas del recuerdo no empañan, porque la visión no es externa…
Lo veo frente a mí, quizás siga viéndolo eternamente como lo vi aquella primera vez. Primero, los ojos azules de niño que aún no conoce el miedo; después, los pómulos algo prominentes, la tez algo pálida, y el extraño aire griego, una calma que le brotaba de dentro, no de fuera, porque no venía de la expresión ni de las facciones. El cabello, casi abundante, era rubio, pero, cuando escaseaba la luz, tiraba a castaño. Era de estatura media, tendiendo a alto, pero cargado de hombros. Tenía el gesto blanco, su sonrisa era como era, su voz, monótona, se proyectaba con el tono de quien solo busca decir lo que está diciendo, en voz ni alta ni baja, clara, libre de intenciones, de dudas, de modestias. Su mirada azul no sabía dejar de mirar. Si al mirarlo echábamos algo de menos, pronto lo encontrábamos: la frente, sin ser pronunciada, era poderosamente blanca. Repito: su blancura, que parecía mayor que la de la pálida cara, le otorgaba majestuosidad. Las manos delgadas, pero no demasiado; las palmas largas. La expresión de la boca, lo último en que uno reparaba –como si hablar fuese, para este hombre, menos que existir–, era la de una sonrisa como la que se atribuye en el verso a las cosas inanimadas y bellas solo porque nos gustan –flores, campos amplios, aguas con sol– una sonrisa de existir, y no de hablar. ¡Mi maestro, mi maestro, qué pronto se marchó! Vuelvo a verlo en la sombra que soy de mí, en la memoria que conservo de lo que tengo de muerto… Sucedió durante nuestra primera conversación. Cómo sucedió, no lo sé, él dijo: «Hay aquí un muchacho, Ricardo Reis, le gustará conocerlo, es tan diferente de usted». Y acto seguido añadió: «todo es diferente de nosotros, y es por eso por lo que todo existe». Esta frase, dicha como si fuese un axioma de la tierra, me sedujo con un escalofrío, como el de cualquier cosa que se posee por primera vez, y que penetró hasta los cimientos de mi alma. Pero, al contrario de la seducción material, el efecto que produjo en mí fue el de recibir de repente, en todas mis sensaciones, una virginidad que nunca había tenido.
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¿Y cuál será la vida de los heterónimos? Sobra decir que la de las palabras. ¿Acaso «esas partes sin un todo» no pueden ser también, no son también, la heteronimia? ¿Acaso esas sombras, esos sueños tan reales no pueden ser, no son, trasunto de los heterónimos? Tomemos como ejemplo otra observación en apariencia de cariz filosófico, «Qué importa existir, si se es», concebida como epígrafe para figurar al frente del conjunto («preface» aparece rotulado en el dactiloescrito original). Por más que el adagio, o el verso, cifre lapidariamente el mensaje filosófico de Caeiro, también expresa una poética. Ser es más importante que existir. Por tanto, a lo que es, ¿por qué habremos de llamarlo existir? Dos palabras tan cercanas y, sin embargo, separadas por un abismo, el mismo que aleja pensar y sentir. Alberto Caeiro afirma que su lugar estará siempre del lado de la realidad, frente a los poetas metafísicos. Del lado de la realidad, frente a lo real. Del lado de la palabra con menor carga metafísica, con menos adherencias, con menos filosofías, más cercana a la nada. Porque tiene menos metafísica la palabra que menos añade, que menos interpreta, que menos aglutina, que menos se proyecta sobre la realidad y, por tanto, más la respeta. Tiene menos metafísica la palabra que más nombra: «Estos versos de la sensación directa, enfrentada su alma a nuestros conceptos sin naturalidad, a nuestra civilización mental, artificiosa, contabilizada en cajones, rasga los trapos que tenemos por traje, nos lava la cara de la química y del estómago de los farmacéuticos; entra en nuestra casa y nos muestra que una mesa de madera es madera, madera, madera, y que mesa es una alucinación necesaria de nuestra voluntad que fabrica mesas. Dichoso aquel que, aunque solo sea un momento en su vida, consigue ver la mesa como madera, sentir la mesa como madera –ver la madera de la mesa sin ver la mesa–. Vuelva después a saber que es mesa, pero no olvide nunca que es madera. Y amará la mesa, mesa como mesa, mejor». Caeiro, que discute incluso la existencia de un ser, no cuestiona nunca el ser de la palabra. Sobre el agujero ontológico que media entre ambos, ser y palabra, saltará ligeramente, sin tan siquiera detenerse a mirar el vacío que se abre bajo sus pies.
Luis María Marina
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Diseño: Ricardo Calero
Álvaro de Campos (Tavira, 1890 – ?) es uno de los heterónimos alumbrados por Fernando Pessoa. Según su creador, era «alto, delgado, entre blanco y moreno, un tipo vagamente de judío portugués [...]». Estudió ingeniería naval en Glasgow y viajó por Oriente, donde se aficionó al opio. Antes de la epifanía que supuso el encuentro con Alberto Caeiro, su maestro, Campos era «una máquina nerviosa de no hacer nada». Después comenzó a escribir y a lo largo de dos décadas entregó algunos de los mejores poemas largos jamás escritos en su lengua, desde el ciclo de las odas vanguardistas («Oda marítima», «Oda triunfal», «Oda a Walt Whitman» …) hasta «Tabacaria». Poemas que abren las puertas de la tradición lusa a la influencia de las vanguardias y del modernismo anglosajón, y hacen de Campos un poeta central en la poesía lusa del XX.
Fernando Pessoa (Lisboa, 1888-1935) es hoy el indiscutible «emperador de la lengua portuguesa». En la configuración del «mito Pessoa» han confluido una biografía que pone en entredicho las categorías de éxito y fracaso y sobre todo una obra única e inagotable que ha asegurado su difusión más allá de las fronteras de la lengua portuguesa y su incorporación al canon universal (en particular con su obra poética ortónima y heterónima y las prosas del Libro del desasosiego). Algunas de las señas de identidad de su proyecto creador (la heteronimia o la fragmentariedad) se proyectan sobre los derroteros de la literatura de nuestro tiempo, con un influjo que no ha cesado de crecer gracias a decenas de traducciones a otras lenguas. Y lo hacen dejando una impronta que desborda incluso lo literario: con aquellas intuiciones Pessoa habría anticipado o, al menos, sondeado ciertos rasgos del devenir de la subjetividad humana contemporánea.
Luis María Marina (Cáceres, 1978) es poeta, ensayista y traductor. En poesía, destacan sus obras Continuo mudar, Materia de las nubes y Nueve poemas a Sofía. En el ámbito del ensayo, ha publicado títulos como Limo y luz (Estampas de la ciudad de México), Las tentaciones de Lisboa, De la epopeya a la melancolía (Estudios de poesía portuguesa del siglo XX) y A orillas de la labor. Su labor como traductor de autores de lengua portuguesa ha sido especialmente reconocida. Entre los escritores que ha vertido al español se encuentran António Vieira, António Ramos Rosa, Alberto de Lacerda, Rui Knopfli, Nuno Júdice, Ana Luísa Amaral y Daniel Faria. Esta faceta ha sido galardonada con el XVI Premio Giovanni Pontiero, otorgado por el Instituto Camões y la Universidad Autónoma de Barcelona.