La canción balbuciente

La canción balbuciente






Autor: Léon Deubel

Versión: Mariano Castro

Edición bilingüe (francés/castellano)


NOTA

Léon Deubel (Belfort, 1879-Maisons-Alfort, 1913), reconocido en Francia como el último poeta maldito, permanecía incomprensiblemente inédito en castellano hasta ahora, salvo cinco poemas, y una estrofa suelta, traducidos por Luis Antonio de Villena y presentados como Poemas de un simbolista maldito (Madrid, Signos, 1990). Esta que tienes en tus manos, lector, es, pues, la primera aparición en castellano de un libro de un poeta tan admirable como desconocido.

La chanson balbutiante –opera prima de Deubel– constituye el largo aliento de juventud de quien, iluminado por el magisterio simbolista de Baudelaire, Verlaine y Mallarmé, considera la poesía como la realidad “otra” que se enfrenta a la miseria de la condición humana, entendida ésta tanto en términos históricos y sociales como existenciales. Hay un conflicto abierto en la escritura deubeliana, un vertiginoso viaje que mantiene un terrible pulso entre Éroˉ s y Thánatos, y que procura, mediante la pasión por la palabra, resolver a favor de una vida consciente generadora de tranquilidad y sosiego frente a la inadaptación, la carencia y el desamor. Persiguió tal empeño hasta el final, pero la brutal acedía que minaba su corazón acabó con él en las aguas del Marne.

La belleza del texto descansa tanto en su estructura formal como en un asombroso despliegue del pensamiento adherido a numerosos hallazgos poéticos –analogías, sinécdoques, aliteraciones, sinestesias, metáforas, etc.– que conforman un universo, tal vez pequeño y solitario, pero con una vigorosa irradiación.

Mi versión procede de la lectura del poemario en Poèmes, 1898-1912 (Paris, Mercure de France, 1939), cuyo prólogo –escrito por Georges Duhamel, poeta, médico y amigo de Léon Deubel– traduzco e incluyo en esta edición por ofrecer, de manera exquisita, aspectos fundamentales para la comprensión de la obra del poeta de Belfort.

Me acojo, con humildad, y tal vez para justificar mi osadía, a las palabras de Georges Steiner acerca del controvertido asunto de la traducción: “Cada lengua es un mundo y sin la traducción habitaríamos en arrogantes provincias lindantes con el silencio”.

Es preciso aclarar que, si bien comparto la distinción que Francisco Carrasquer establece entre “traducción de poesía” y “traducción poética”, entendida ésta última –a la que mi vocación atiende– como “aquella traducción de poesía que aspira a integrarse con cierta autonomía en el sistema poético de la lengua terminal”, no es menos cierto que para tratar de alcanzarla me aproximé al espíritu del poema más que a su materialidad.

Observé, no obstante, ese raro equilibrio entre la interpretación y el rigor resignado, como enseñó Jorge Luis Borges, pero desoí la rima y, en cuanto al metro, sin alejarme en demasía del verso en francés, mi objetivo fue que el flujo rítmico en castellano discurriera con la eufonía que debe exigirse y que, al mismo tiempo, gozara de la compleja naturalidad de cualquier poema escrito en castellano. No sé si lo he conseguido, mas sí sé que esta experiencia difiere muy poco de la labor estrictamente creadora.

Así lo he sentido y así espero que tú, lector, lo recibas y lo disfrutes, aun con imperfecciones, carencias y límites insalvables.

Mariano Castro

Trasmoz, 2022


Prólogo

Las tardes de invierno, cuando yo suponía que la tenaz lluvia parisina habría mantenido a Deubel en casa, llegaba, al regresar a mi hogar, a desviarme de mi camino y descender la calle Fossés-Saint-Jacques. En este tiempo, Deubel ocupaba una pequeña habitación en un hotel en ruinas que tan sólo por su aspecto oprimía el corazón. Una cama, una palangana, una mesa, y, en el suelo sobre baldosas agrietadas, un extremo de una alfombra sarnosa.

Subía la escalera con la precaria luz temblorosa de las lámparas de gas. Una vez llegaba hasta la puerta, permanecía inmóvil un minuto. El hotel, a estas horas, parecía abandonado: extraños ruidos sordos avanzaban a través de tabiques y murallas. Un silencio asfixiante, sepulcral, parecía surgir de la habitación y, algunas veces, estaba tentado de descender las escaleras. ¡De ninguna manera, ya que he llegado hasta aquí!

Me decidía a llamar, suavemente con el borde de la uña.

Entonces, muy cerca de mí, tan cerca que parecía salir de la puerta misma, en voz baja y tranquila, decía: “Adelante”.

Entraba. Las más de las veces Deubel se encontraba sin luz y sin fuego; vivía en un estado de pobreza perfecta. Ora acostado en la cama, ora sentado en la silla, se percibía su silueta oscura, ante la ventana donde morían los reflejos de la calle.

Recién concluida mi carrera de Medicina, Deubel me pedía consejo pues se sentía enfermo; me lo pedía con gran indiferencia, como un hombre todavía curioso de sí mismo, pero que lo menos que sueña es soñarse y restablecerse. Después la entrevista se desviaba enseguida y hablábamos de poesía.

La poesía era la única preocupación de Léon Deubel, el solo objeto por el cual, delante de mí, al menos, demostraba pasión.

¡Pero aquella llama esclarecía entonces este rostro tan precozmente torturado por la miseria y la desesperación! Se levantaba y, apoyado en el respaldo de su silla, firme, ciertamente respetable y noble, con su aspecto de oficiante o adorador, me recitaba algún poema de Verlaine, de Baudelaire o de Mallarmé. La voz era muy bella, muy grave, y no creo que se pudiesen decir los versos con más delicadeza y viva inteligencia.

Deubel era, tal vez, un hombre refractario, en el sentido de que él no podía y no quería plegarse a las leyes de la vida en sociedad; ninguno de sus amigos, que yo sepa, querrá representarlo, no obstante, como un rebelde. Algunos tienen la intención de ayudarle y quedan sorprendidos por su fría indiferencia.

Deubel no busca empleo; Deubel no pedía ayuda; no jugaba a ser poeta maldito; tenía el corazón bastante puro para no convertirse en una persona responsable de su miseria y su tristeza. No. Él esperaba, pacientemente, que en su corazón el deseo de morir acabase de madurar.

Un día después de su muerte, escribía estas líneas que todavía podría volver a escribir:

“Deubel no ha sido ni un Werther, ni un Chatterton. Deubel se suicidó a los treinta y cuatro años, pero su muerte no podría ser comparada con la de aquellos locos jóvenes, no más que un acto novelesco de adolescentes, consentidos de la literatura, que se matan al salir de una orgía. A la edad en la que Deubel juzga necesario morir, se poseen, sobre la vida, información e inteligencia para ocupar el lugar de las razones, y él no se mató sin una larga deliberación”. Sigo pensando lo mismo. Pero después de la muerte de Léon Deubel, el mundo cambió de rostro y de ritmo. Deubel, ciertamente, no poseía un espíritu novelesco; y su suicidio se me antoja, hoy, como uno de los últimos gestos del periodo romántico. Deubel es un hombre de otra época. Que nuestros hermanos menores, que nuestros propios hijos amen la poesía con pasión, esto es lo que nadie piensa poner en duda.

Que muchos de ellos estén decididos a sacrificar lo mejor de su tiempo y de sus fuerzas, es, a la vez, muy probable y muy natural. Pero algo parece haber desaparecido del mundo, algo que no intentaré definir, algo con lo que Deubel vivió para morir después.

Después de dedicar por completo su vida a la poesía, Deubel consintió demasiado rápido y demasiado pronto, una renuncia absoluta. Incluso a sus amigos más próximos les ocultó cuidadosamente sus inquietudes últimas, sus móviles, su resolución.

Estoy, por tanto, obligado a pensar que llegó un momento para él, en el que la poesía le parecía menos querida que la muerte.

No hablo de un deseo de gloria, que él tenía desde hacía mucho tiempo, creo yo, rechazado en el fondo de su corazón: pero el deseo de concluir su obra, fue finalmente sacrificado.

Deubel no era uno de esos genios primaverales que pueden morir a los veinticinco años tras agotar su alma. Los que lean la antología publicada al cuidado de sus amigos fieles podrán seguir el paciente progreso de un pensamiento en el doloroso camino de la perfección.

Menos herido seriamente por los días, absorbido en una filosofía menos oscura, con el favor de un hogar, Deubel podía, a la edad en la que lo logran sus viejos compañeros, pretender un lugar de honor, no lejos del grado donde reinan Baudelaire y Mallarmé.

Era necesario esperar. No quiso. Se necesitaban todavía demasiadas noches de ansiedad, demasiadas palabras, demasiado papel, demasiada tinta. Dijo no y partió.

La gloria de los poetas es, más que muchas otras, sumisa a las fantasías de la opinión. La musa de Píndaro, tras su muerte, conoció el descrédito durante más de un siglo. Ronsard habitó, hasta 1828, un olvido que hoy nos parece paradójico. Maurice Scève dormiría todavía si los simbolistas no lo hubiesen despertado. Entre 1646 y el siglo XIX, las obras de François Maynard no fueron impresas ni una sola vez.

La obra de Deubel contiene no pocas páginas dignas de ser admiradas, conservadas, releídas. Los compañeros del poeta han comenzado a salvar su memoria y a atraer sobre su tumba la atención de un siglo ebrio de infortunio, de preocupaciones, de orgullo y de placeres. Deseo que una ambición tan pura no se vea defraudada. Lo deseo por el honor de la humanidad cuyo propósito y razón podrían resumirse así: arrebatar todos los días algo a la muerte.

Georges Duhamel


Nota Biográfica

Léon Deubel

Foto: Autor desconocido, 1904


Mariano Castro (Zaragoza, 1954). Médico y poeta.

Ha publicado las siguientes obras: Travesía (en Poemas 1992, Ayuntamiento de Zaragoza), El juego de los tiempos (en Poemas 1993, Ayuntamiento de Zaragoza), Límite de salvación (en Poemas 1994, Ayuntamiento de Zaragoza), Paraíso de fuego (Premio Universidad de Zaragoza, 1996), En el rostro del aire (Zaragoza, Institución “Fernando el Católico”, 1999; Premio “Santa Isabel, Reina de Portugal” de Poesía, 1998, y finalista del Premio Nacional de la Crítica, 2000), Los dedos de la luz (Zaragoza, Gobierno de Aragón, 2003, con fotografías de José Verón Gormaz), El pájaro y la piedra (Zaragoza, Prensas Universitarias, 2008), Lugar (Calatayud, CEB, 2012), Lugar (Toledo, Lastura Ediciones, 2018) y El ojo y la ceniza (Zaragoza. Olifante, 2019).

En 2002 aparece El sueño de la luz (Zaragoza, Libros de Berna, Lola Editorial), atribuido a Clara L. Montenegro.

En 2004 traduce Casa última, del poeta gallego Xulio L. Valcárcel (Zaragoza, Libros de Berna, Lola Editorial, edición bilingüe).

En 2013 ve la luz el texto en catalán Paraules d’un nouvingut al Delta (en “IV Mostra Oberta de Poesía d’Alcanar”), atribuido al poeta Artur M. Ballesté.

Ha colaborado en distintas publicaciones periódicas de creación literaria y cultivó, asimismo, la crítica de arte en la revista “Pasarela Artes Plásticas”.

Asesor literario de la colección de poesía “Libros de Berna” de Lola Editorial.

Codirector de La Casa del Poeta de Trasmoz (Zaragoza).

Algunos de sus textos se muestran en la siguientes antologías y publicaciones colectivas:

20 Poetas aragoneses expuestos, Zaragoza, edición de Félix Esteban, Olifante, 2007.

La luz escondida, edición de José Antonio Conde y Raúl Herrero, Zaragoza, Libros del Innombrable, 2010.

Introducción a la historia de la literatura en Aragón, María Soledad Catalán y Agustín Faro, Zaragoza, Mira Editores, 2010.

Los cisnes aragoneses. De Marcial a los penúltimos poetas, Juan Domínguez Lasierra, Zaragoza, Delsan, 2013.

Los borbones en pelota, edición coordinada por Manuel M. Forega, Olifante, 2014.

Con Clave de Fa aún Mayor, Zaragoza, Gabinete de Ediciones Artísticas, 2015.

La danza de la muerte, Natalio Bayo et la santa compaña, Zaragoza, Prames, 2019.

Las tentaciones de San Juan del río Huecha, edición coordinada por Marta Domínguez Alonso y con ilustraciones de Miguel Ángel Domínguez, Olifante Ibérico, 2020.

La cadencia del mundo. Homenaje a Rosendo Tello, Olifante Ibérico, 2021.

Poemas suyos han sido traducidos al francés, inglés y búlgaro.


Solapa

Las rimas del último poeta maldito, Léon Deubel (Belfort, 1879-Maisons-Alfort, 1913), hasta ahora inéditas en la lengua de Cervantes -a excepción de cinco poemas y una estrofa suelta-, se han posado con fortuna en las primorosas manos de Mariano Castro, que son Poesía y han dotado de nueva vida a los versos balbucientes de su ópera prima. Balbucientes como la singular mariposa que palpita en sus páginas y atrapa el sueño del poeta mientras cruza la noche o atraviesa el silencio de los páramos cuando la esperanza es “una paja brillando en la tarde”. Leerlos supone un inmenso placer sensorial e intelectual, que acaricia y araña y nos deja impregnado el polvo de las hermosas, incomprendidas y delicadas alas de Léon Deubel: “Escucha la canción de mis ojos / recibiendo el beso de la revelación / donde cedes / sabiendo bien que en lugar de belleza / no tienes nada más que un encanto / de desgraciada bondad.”

Estela Puyuelo

CANDEUR

A J.-B. Carlin

Je suis un grand garçon timide et nostalgique

Qui traverse la vie en n’y voulant rien voir.

J’ai quelque part sans doute oublié mon espoir

Etourdiment, comme un bagage chimérique.

Je rêve de baisers et de soirs magnifiques,

Et je subis le mal ambiant comme un devoir;

J’admets qu’il est parfois posible d’y surseoir,

Et je fais bruyamment des projets pacifiques.

J’aime le soir tombant des douleurs apaisées,

Le microcosme obscur des herbes méprisées

Jusqu’à son geste las qui provoque mes pleurs.

Retiré dans la tour de mon âme harmonique,

J’éprouve le besoin de me croire ironique,

Et je cultive le dédain des gens comme une fleur!


CANDOR

A J.-B. Carlin

Soy un muchacho tímido y nostálgico

Que la vida atraviesa negándose a mirar.

Distraído sin duda, en algún sitio he abandonado,

Como quimérico equipaje, mi esperanza.

Con besos sueño y con noches magníficas,

Y cual deber soporto el aire enfermo;

Admito que es posible permanecer ahí, a veces,

Y con estrépito elaboro proyectos pacíficos.

Amo el atardecer de aliviados dolores,

El microcosmos obscuro de hierbas despreciadas,

Y su gesto cansado que me invita a llorar.

Retirado en la torre de mi acordado espíritu

Siento la necesidad de creerme irónico,

¡Y como una flor cultivo el desprecio de la gente!