Rupestre

Celia Carrasco Gil


Rupestre


NOTA DEL LIBRO 

Algo se cierne hacia lo abierto 

Romper las palabras y componer con sus añicos el nido en el que puedan sostenerse la fragilidad y la verdad indomables de la vida, cortarlas, trocearlas, deshuesarlas hasta dar con el tuétano que alberga el frío de la luz o la espina del aliento en su garganta, entrelazarlas después con los dedos en la piel insalubre y rugosa de la roca y dejar que allí, como un «son rupestre», respiren y den testimonio de esa lluvia que «hiere todavía», arrastra y lava la resina lábil de las lágrimas. 

Como una serena aparición, Celia Carrasco Gil se dio a conocer en 2020 con un deslumbrante y muy bien trabado poemario publicado en esta misma casa, Olifante, un sello editorial que supo escuchar los incipientes latidos de una voz singular que ya entonces apuntaba la fortaleza y la hondura de su vuelo. 

A aquel libro, Entre temporal y frente (finalista en 2021 del Premio Nacional de Poesía Joven Miguel Hernández), siguieron Selvación (editado ese mismo año, 2021, en Torremozas, XXII Premio Gloria Fuertes de Poesía Joven) y Limos del cielo. Poesía 2016-2022, una antología de temática unitaria que vio la luz en Ediciones del 4 de agosto y que incluía textos ya conocidos y algunos otros inéditos –la serie «Tambor del Inframundo» y los poemas «El bulbo», «Ajoblanco» y «Lac Daumesnil»– que la poeta en parte ha recogido en Rupestre, «este harapo rupestre de vivir», el libro, lector, que ahora tienes entre tus manos. 

Al calor de esas «miradas que lo nacen» y de esas «voces que lo recorren y no cesan» –algunas de ellas, las de san Juan de la Cruz, Camille Claudel, Antonio Machado, Elisabeth Mulder, María Zambrano, René Char, Juan Soriano, Miguel Labordeta, José Ángel Valente y Jean-Michel Othoniel, reconocidas expresamente–, Rupestre muestra sus cartas (pero, ay, resulta que esas cartas no están marcadas, no se prestan al encarte más fácil y previsible) y ya, desde el inicio, descubre señales sobre la excepcionalidad del lenguaje que vamos a encontrar, un (anti)sistema de signos exigente y nada solícito con el lector menos entregado, una escritura que al mismo tiempo se despa- rrama y contrae como un venero de insospechadas y luminosas posibilidades. 

Desde el comienzo de su trayectoria, con unos registros insólitos y desconcertantes y sin negar la tradición, antes bien, digiriéndola y enfrentándose a ella, Celia Carrasco ha asumido riesgos y se ha acercado hasta el mismo borde del precipicio «Invocación desde el acantilado» era el título del soneto con el que impetraba a Safo de Mitilene sus favores y que, a modo de poética, abría su primera entrega–, esa zona a la que solo se asoman las valientes, las que se dan con sus palabras, en la que los lugares comunes han desaparecido y las miradas se extienden hacia lo más hondo, por más alto, de un horizonte abisal. Y así, cuando esta poeta se aproxima al canto de ese acantilado y, asombrada, contempla la lejanía desde allí, hace que nazca el acontecimiento: «La luz, / raíz endurecida, / limo del vientre azul hacia el fulgor». 

Como el rizoma, «en el entierro nace la semilla», el acontecimiento aguarda bajo la superficie, es emocionante y tiene nombre, es la palabra, la palabra poética que se manifiesta en libertad, «vena cocida por exhalación» que, al decirse, se hace y se ofrece, «una entrega verbal» que brilla y se desgarra al compás de un balbuceo, el fruto que brota de las cenizas dulces y espinosas de la zarza, la palabra labrada como un ánfora milenaria y oxidada que acoge el silencio blanco o «el lánguido eco de un fulgor que [todavía] reverbera». Aquí, el verbo es el prodigio inquietante que amasa la forma de una «herida que se abre», el testigo de una duda incontestada que, sin dejarse domar, respira en el poema. El acontecimiento emocionante, repito, es la palabra con su «flor casi animal» y sus silencios entrelazados, desplegada sobre una intensa y medida cadencia rítmica; ahí está, pero es solo un ejemplo entre otros que podemos hallar en el libro, el conmovedor «Cántico Es(pi)Ritual», donde encontramos «un verbo que verbera verdad viendo» al que la poeta, embelesada, suspendida en su vuelo, se da con una admirable ternura solicitándole consuelo –«¡Verbo, limo alumbrado, / llévame al cielo!»–, un texto hecho en conversación con una de las cimas de nuestra tradición poética, que aquí se dignifica y crece para ser «palabra, canto y lazo de xenía». Tradición y originalidad entretejidas, como quería T. S. Eliot, confluyen en un punto donde se aprecia el auténtico talento de un escritor. Y este es el caso de la poeta que aquí nos convoca. 

Dotada de una penetrante conciencia expresiva, Celia Carrasco halla su luz más honda al zozobrar en el formidable océano del lenguaje, allí donde «hay algo que se cierne hacia lo abierto», e intuye lo que podría ser un desnudo alumbramiento, un sin porqué, el sorprendente fulgor de una reverberación genesíaca que le permita, como ella misma ha declarado, «retornar al balbuceo, ser tachón en el poema, salir hacia la entraña, ir al mordisco, al harapo, a la herida del nombre, al silencio que come y que resuena». En ese momento, la poeta es verdad, voz que se rompe y albor que se desangra en las brasas de la zarza. Y habría que añadir que detrás de ese conocimiento generado a partir de una radical perplejidad hay una entrega sin condiciones, con las manos y las palabras abiertas hacia el adentro, un profundo respeto y un amor cabal por el lenguaje, con sus pasas que cosan, sus juegos tan graves, sus silencios iridiscentes y sus imprevistas apariciones. 

La poesía consiste en jugar con las palabras, mirándolas y observando cómo se transforma la realidad cuando ellas abandonan sus cuarteles de invierno y se despliegan en campo abierto sin la protección de ninguna trinchera; solo hay juego cuando no está escrito de antemano el final de la partida, cuando se afronta «el riesgo de oxidarse en el aliento» y la desubicación que de repente incorpora una finta inesperada, o cuando dejamos que sean ellas –las palabras, y no nosotros– las que ocupen el ónfalo del escenario. Desde luego, quien ha escrito este libro se toma muy en serio ese juego, de una manera en extremo rigurosa, como un auténtico curriculum vitae, como si le fuera la vida en esa carrera, de tal forma que, con su hacer, al deshacerse y labrar con la palabra la oquedad de un cielo nimbado por «qué arteria de la luz», da sentido a estos versos de Roberto Juarroz: «Alguien está jugando. / Qué bien juega sin juego. / Nadie jugó mejor». Con un marcado sentido del tempo musical y poético y un riquísimo acervo léxico, presentes ya en las entregas anteriores, Rupestre avanza en esa labor de prensa y zapa que traslada a esta poeta hacia su particular lagar o la expone sin defensas a la intemperie y, al mismo tiempo, consolida ese trabajo tierno de orfebrería con el lenguaje que comienza a ser ya una singularidad expresiva de alguien que con su voz sosiega y aquieta al Verbo que «acecha / desde una tierra estéril y baldía». 

Y ahora, desde el pozo que ha tallado en su estrella, Celia Carrasco nos enseña que la poesía –cuando concurre en ese ostento infrecuente en el que la palabra es fruto y no rémora del pensar– se interna por una senda de perdición, extrañeza y desvanecimiento en la búsqueda de una expresión indómita, una imagen intempestiva que oculta y, a la vez, cuida, sostiene y muestra la médula de otra realidad, y escribo otra porque la realidad, en su alcance más propiamente figurativo y sensorial, tal como habitualmente es entendida, parece interesarle poco a esta poeta (de hecho, realidad es vocablo que brilla por su ausencia en el poemario), quien, sin embargo, no hace otra cosa con su perturbadora escritura que –como diría el ya citado poeta argentino– generar presencia, crear realidad, «rebautizar lo ya nombrado», resultado que a menudo consigue con palabras y expresiones de lo más reales con las que alcanza un efecto de una enorme potencia imaginaria: «agua rupestre», «voz en trashumancia», «coágulo de vida en el estiércol», «cántaro milenario de un silencio», «pulpa del nombre», «empacho de carne concedida», «glóbulo respirado del sarmiento», «cuerpo de secano», «dulce hematoma», «hollejo», «boñiga», «pájaro de arcilla», «espiga nimbada en la sequía», etcétera. 

Aun reconociendo que cada verso es hijo de su época, esta poeta se pregunta: «¿Acaso existe el tiempo de los textos?», una interpelación pertinente y necesaria que le lleva a considerar la imagen poética, la poesía, en clave condicional y no historicista, esto es, una cuestión que se plantea como quien desancora todos los prejuicios o agujerea una superficie para explorar su adentro, o como quien en la piedra abre una grieta para airear la belleza y la verdad de su «herida rupestre», o como quien ya solo es la vida sostenida por sus muertos y afirma: «hoy ya nos recuerdo», acciones que generan paréntesis de incertidumbre y puntos suspensivos de posibilidad en los que la poesía –un contratiempo para tantos– parece que vive ajena al tiempo, es la condición de la intemporalidad. Crucemos el umbral, pasemos la página y adentrémonos en la honda claridad de unas palabras que respiran sin gobierno. 

Alfredo Saldaña

NOTA BIOBIBLIOGRÁFICA 

Foto: Clara Carraco Gil

Celia Carrasco Gil (Tudela, 2000) ha publicado los poemarios Entre temporal y frente (Olifante, 2020), Selvación (Torremozas, 2021 – XXII Premio Gloria Fuertes de Poesía Joven) y Limos del cielo. Poesía 2016-2022 (Ediciones del 4 de agosto, 2022). Es articulista de la sección ‘En nombre propio’ de Heraldo de Aragón y ha colaborado en diversas revistas literarias. Algunos de sus poemas han sido recogidos en Todos los dioses. Antología panhispánica de poetas jóvenes del siglo XXI (Casa Bukowski, 2021 – Ultramarina, 2022). Textos suyos han sido musicalizados por el compositor catalán Pere Soto en la obra Lunática Chispa de Lianas (opus 217), y por el músico navarro Miguel Tantos Sevillano en el espectáculo de jazz y poesía Lenguajes.
Ha participado en encuentros poéticos internacionales de la École Normale Supérieure de París y el Instituto Cervantes de Sofía.
Es graduada en Filología Hispánica por la Universidad de Zaragoza y actualmente cursa el Máster en Literatura Española e Hispanoamericana, Teoría de la Literatura y Literatura Comparada de la Universidad de Salamanca. 

POEMA

 

CUELLO RUPESTRE 

Sacrificar el vidrio por color, 

humedecer la brocha 

desde un vaso en silencio 

hacia el primer espectro de la luz, 

hasta esa emisión tinta que emprende quien inhala 

un empacho de carne concedida. 

Ungir la piedra blanca en la liturgia, 

ser ebriedad de cielo, nebulosa, 

filamento puntual e incandescente, 

o petroglifo en cuello, transfusión 

y dulce hematoma en miniatura.